sábado, 26 de diciembre de 2009

LA CAZA




LA CAZA
La configuración orográfica del entorno es una mezcolanza heterogénea del terreno en el que se entremezclan el monte de bajura, la planicie dedicada a la labranza y regadío, y un complejo montañoso, en unos casos con laderas empinadas y abruptas, y en otros, rocosas e infranqueables.


El monte de bajura se caracteriza por una accidentalidad de escaso y disperso roquedal, abundante cascajal, en cuya superficie más accesible y llana está enclavado el pueblo.

Rodea al enclave la cadena montañosa, algunas de cuyas laderas son encaramadas y cubiertas principalmente por una tupida floresta de pinos; y otras, intrincadas y casi inaccesibles donde las encinas, sabinas, enebros, y, en menor proporción, hayas y robles forman parte de la vegetación.

Unas angostas sendas, mal definidas y de peligroso tránsito, bordean las faldas de las montañas como únicas vías para su travesía. Solo los animales salvajes, moradores habituales de la zona, transitan con rapidez y pericia por el paraje, tales como las raposas, jabalíes, liebres y conejos; y otros, como el ganado lanar, que, a veces, se ve obligado a desplazarse por estos lugares en busca de pastos.

Rodea el término del pueblo una de las hoces del río, cuyo lecho está formado por los terrosos y desiguales accidentes, que presentan las confluencias de las laderas de ambos lados.
Las aguas del río discurren, a veces, tranquilas por entre los ribazos cubiertos de juncos, cañas, carrizos, espadañas y múltiples herbáceas que crecen en las zonas húmedas, con un murmullo suave y monótono, única referencia de la corriente cubierta por la tupida vegetación.

A trechos, corren estruendosas y turbulentas aguas, en especial en épocas de lluvias y crecidas, por la angostura del paso formado por rocas y peñascos desprendidos de las cimas y paredes montañosas que forman una desigual y peligrosa superficie.

Los olmos crecen en las inmediaciones del río y a lo largo de su curso.

Unas rústicas y dispersas masadas se encuentran en diferente estado de utilidad, cuyo uso queda limitado, en unos casos, a situaciones de emergencia; y en otros a estancias más prolongadas requeridas por las tareas de laboreo. Otras, sin embargo, están totalmente abandonadas y en estado evidente de derrumbamiento.
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Los sembrados de los campos reverdecen y granan poco a poco sus frutos.

Tupidos maizales embellecen los plantíos con sus tallos altos, sus hojas lanceoladas y sus mazorcas mostrando los granos áureos del maíz; y los filamentos dorados y marrones, según la sazón, formando penachos, que, como tocados, adornan vanidosos el fruto.

Los girasoles, de tallos también altos, de grandes hojas ovaladas y flores amarillas, contrastan por la disposición de sus semillas y especialmente, por el movimiento giratorio de la planta siguiendo el periplo del sol.
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El “Tío Turrón” ve cómo sus cultivos crecen y florecen gracias a sus cuidados de escarda y riego. Espera una buena cosecha.
Y es por ello, por lo que, cuando otras labores no requieren su atención, engancha la “Molinera” al carro y en compañía de “Canelo”, se dedica a recorrer los sembrados.

La llegada aquel día a los campos, le produjo sorpresa y enojo. Gran cantidad de plantas, especialmente de maíz, se hallaban destrozadas y tronchadas; mazorcas desprendidas de los tallos; las flores de los girasoles partidas y vacías de las simientes. De inmediato dedujo cual pudo ser la causa de tal devastación: los jabalíes.

Era conocida la presencia de estos paquidermos por las montañas de la zona, y de los desperfectos que ocasionalmente originaban, pero en esta circunstancia hacía suponer que la incursión había sido perpetrada por varios ejemplares.

La solución para evitar males de mayor cuantía solo era una: la caza.

De regreso al pueblo fue ideando el plan de actuación, contando, evidentemente, con la colaboración de Don Roque, el cura.

No suponía mal el “Tío Turrón”. Don Roque, aunque de forma esporádica, y siempre que la caza no significara un acto de exclusiva diversión, y, por el contrario, representara un aprovechamiento de la misma y en bien común, siempre estaba a disposición de todo aquel que le solicitara su colaboración. Y no se diga, sobre todo, si el solicitante era su amigo y vecino el “Tío Turrón”.

Entre ambos idearon el plan. Sacaron del arcón las viejas escopetas de pistón, las limpiaron y engrasaron. Prepararon los cartuchos de pólvora y los proyectiles consistentes en bolas de hierro. Los viejos prismáticos de campaña integraron igualmente el equipo.

La batida, a estimación de ambos, debería iniciarse el amanecer, por lo que, de común acuerdo, la partida debía ser el día anterior.

Bien pertrechados de todos los útiles para la operación y medios de subsistencia, parten al atardecer con la “Molinera” enganchada al carro y con “Canelo” como mascota.

La masada está construida fundamentalmente por piedras de las que la zona, en su día, fue una generosa proveedora. A pesar de sus dimensiones, bien dispone de suficiente espacio y comodidad para el uso al que habitualmente se le da.

Desde la masada, y aprovechando todavía la luz del día, se dedicaron a observar con los prismáticos las zonas por donde supuestamente podrían tener las guaridas los jabalíes y la ruta a utilizar para acceder a sus proximidades.

Del camino principal se desvía un sendero escarpado y sinuoso que se adentra en el roquedal hasta el pie del peñasco, probable ruta y refugio de las fieras.

El “Tío Turrón”, conocedor del entorno, de lo accidentado de sus rutas y de las conductas de los animales, planea con meticulosidad los detalles de la incursión: hora de partida, lugar de vado del río, itinerario a seguir y todos los pertrechos imprescindibles para la caza.

Antes de despuntar el alba, el “Tío Turrón”, don Roque y “Canelo”, dando un considerable rodeo, se encumbran por la ladera posterior del monte con el mayor sigilo posible para abordar el peñasco por su acceso posterior.

La escasa visibilidad, lo enmarañado del sendero y la desigualdad del suelo dificultaban considerablemente la ascensión por la montaña, hasta el punto de tener que retroceder en algún momento, desandar lo andado, y buscar un acceso más practicable.

“Canelo” es quien menos dificultades tenía en la ascensión, ya que debido a su talla, conseguía abrirse camino más fácilmente por entre los matorrales, a la vez que servía de guía.

Don Roque era quien más inconvenientes tenía para moverse por tales parajes por las dificultades propias del terreno, el acarreo del bagaje y los enganchones que sufría en la vestidura talar con las ramas de los arbustos y matorrales. Sus manos, poco acostumbradas al contacto con materiales rudos y lesivos, no se asían con firmeza y seguridad a los matojos y ramas de los árboles, lo que le originó algún que otro resbalón y la exclamación de improperios: mecachis, cáspita, diablos, etc., nada censurables por las normas más básicas de educación y por su condición de sacerdote.

Tras los pasos de “Canelo”, seguía Don Roque y cerrando la marcha, el “Tío Turrón”.

No es que Don Roque sea un hombre de gran corpulencia, pero tampoco es que se pueda decir que estaba de mal año, lo que no suponía una cualidad muy idónea para moverse por los andurriales por los que no estaba acostumbrado, y con la escasa visibilidad que había, aunque el día empezaba a aclarar.

Ni la resistencia de las ramas de los pinos más próximos, más bien de escasa envergadura, fueron un asidero resistente para impeler a Don Roque al bancal inmediato, ni la ayuda de las manos del “Tío Turrón” colocadas en sus posaderas, fueron suficientes para evitar que se proyectara hacia atrás, y ambos rodaron, uno sobre otro, por la corta y empinada pendiente.

Había que ver a los dos hombres, uno sobre otro, trabados los brazos y las piernas con los bártulos, dando grotescos tumbos y volteretas hasta parar.

-¡Diablos, “Tío Turrón”, qué resbalón!-, exclamó Don Roque. - A mi me ha parecido que una avalancha de jabalíes se había lanzado sobre nosotros-, dijo el “Tío Turrón”, con efusiva ironía, transcurridos unos instantes del incidente.

-Vamos, Don Roque, déme esas manos y levántese.- No se hizo de rogar el cura. En un abrir y cerrar de ojos se incorporó. Sus manos eran insuficientes para quitarse la cantidad de púas que se habían incrustado en su nalgatorio.

Y desde lo alto del zopetero, “Canelo” observaba estupefacto y atento lo que estaba sucediendo a sus compañeros, a la vez que movía su cola y emitía unos pequeños gruñidos.
Reanudaron la ascensión. Según se aproximaban a las inmediaciones de la guarida de los animales, se movían con cautela y con las armas dispuestas y en silencio, roto tan solo por el chasquido que producían sus pisadas sobre la masa de hojarasca de los pinos y diversos arbustos.

Rodearon la roca, cada cual por un lado, cuya base cóncava está cubierta por matorral y ramajes de otras malezas que forman la guarida y cobijo de los animales.

La fragilidad de los pequeños arbustos que crecían en la pared de la roca de los que se asían, y lo resbaladizo de su superficie fueron la causa de que Don Roque midiera en un par de ocasiones parte de la superficie pétrea, de cuya eventualidad salieron malparados de forma ostensible su vieja sotana, dañada con dos o tres desgarrones, y sus posaderas, dadas las muecas de dolor y los persistentes restregones con los que trataba de aliviar sus partes blandas.

Con cautela y ojo avizor, cada cual, rodeando por un lado la guarida y “Canelo” a su aire, alcanzaron el acceso del refugio de los animales protegido por la enramada del matorral.

La actitud de “Canelo” no hizo presagiar la presencia de los animales en el refugio. En efecto, tras un precavido y cuidadoso reconocimiento de la guarida, pudieron constatar que estaba totalmente vacía. Un rápido vistazo fue suficiente para confirmar que aquel era el refugio habitual de las fieras.

Aparecieron los primeros albores del día y los animales no tardarían en regresar de su habitual excursión para alimentarse.

Era de suponer que la pequeña manada ya habría saciado su hambre en el maizal y en el plantío de girasoles, e iniciarían el regreso vadeando el río por un remanso de reducido calado, en donde saciaría su sed y retozaría en las aguas de la corriente.

Los tres iniciaron la marcha hacia el recodo de la senda en donde esperarían a los animales situados estratégicamente a ambos lados de la misma.

“Canelo” empezó a dar muestras de intranquilidad, con sus orejas erectas, y su rabo en posición de alerta sin parar de moverlo. Se adelantó a los dos hombres en el sendero sin dejar de mirar hacia delante y estirar el cuello en la misma dirección.

Ambos hombres se encaramaron rápidamente sobre unas encinas de escasa alzada tras unos arbustos, a la salida de la revuelta del sendero, y dispusieron a punto las armas para utilizarlas en el momento más idóneo. “Canelo” se veía a cada momento más excitado e intranquilo. El “Tío Turrón” intentaba tranquilizar al animal para evitar que ladrara y alertar así los paquidermos, a la vez que él trataba de serenarse y asir con firmeza su arma. Don Roque, por su parte, buscaba un punto de apoyo para su escopeta y acomodaba su ya maltrecha sotana que se enganchaba con cualquier vástago o tallo de las ramas.

No duró mucho tiempo la espera. A los pocos minutos se empezó a percibir quedamente las pisadas y los gruñidos de los animales.

La comitiva de los paquidermos iba encabezada por uno de los progenitores seguido de una recua de nueve jabatos, cerrando el séquito el otro.

Los fieras, guiados por su instinto, barruntaron la presencia de intrusos, y los cabezas de la piara agruparon a los cachorros en actitud de protección y defensa.

“Canelo”, tan pronto avistó a los animales, se lanzó en incontrolada carrera acosándolos con sus ladridos. Los jabatos, corrían apiñados hacia la madriguera, a la vez que sus ascendientes plantaban cara y arremetían entrambos a su agresor.

Fue sorprendido “Canelo” por la reacción de las bestias tras sus infructuosas embestidas iniciales, y estuvo a punto de ser zarandeado. Sus reflejos y agilidad evitaron ser golpeado, pero ante la reculada de los animales y la exhortación de el “Tío Turrón” y Don Roque, porfió en su hostigamiento.

Los puercos acometieron de nuevo a “Canelo”, que pese a su pericia, no pudo evitar ser revolcado en un par de ocasiones antes de iniciar su retirada.

Los hombres se vieron tan sorprendidos por la rapidez de los hechos, que se sintieron impotentes para reaccionar con prontitud.

Don Roque realizó el primer disparo sobre los animales, más bien como consecuencia del nerviosismo, que por voluntad de hacerlo. El retroceso del arma y lo inesperado de la maniobra, hizo que realizara un movimiento brusco, de tal suerte, que la rama sobre la que estaba apoyado, se resquebrajara y viniera abajo en aparatosa y grotesca caída.

El disparo tan solo produjo una leve herida a uno de los animales adultos, que, no obstante, actuó como acicate contra el agresor, y en desesperado intento para defender a su prole, se lanzó contra el mismo.

Don Roque, ante la actitud de la bestia y olvidando su arma, echó a correr para protegerse de la acometida y se encaramó al arbusto más inmediato que dejaba caer su tronco y parte del ramaje al cauce de la corriente. La pobre y escasa alzada del arbolillo pronto cedió ante el peso de Don Roque y del zarandeo al que le sometió el jabalí; y de nuevo el cura se vino abajo encontrando en la caída la protección del agua que, si bien no le produjo erosiones en su ya magullado cuerpo, en pocos instantes le originó un espasmo que le castañeteaban hasta las orejas.

“Canelo”, acometido por el otro animal, se lanzó en franca huida bancal abajo, así como sus extremidades se lo permitieron, hasta la escarpadura que confluye en el río. Y sin frenarse en su carrera apresurada, espoleado por su perseguidor, saltó a un vacío imprevisto dando con sus restos encima del cura, que se debatía en las más que frescas aguas de la corriente en medio de un estrepitoso chapoteo, sumergiéndolo hasta la coronilla.

El “Tío Turrón”, ante los primeros incidentes, no tuvo tiempo de reaccionar, tan sólo se limitó a observar desde su puesto de observación el amago de hostigamiento de “Canelo” a uno de los animales, y los lances de Don Roque con el otro.

Así como los jabalíes se replegaron, el “Tío Turrón” acudió en ayuda de “Canelo” y de Don Roque que se afanaban denodadamente por librarse de las frías aguas, especialmente el cura envuelto en los harapos del hábito que daba una imagen cómica y grotesca.

Si bien “Canelo” fue capaz de alcanzar a la orilla por sus propios medios, no así Don Roque que tan solo conseguía chapotear el agua en un esfuerzo por mantener la cabeza fuera del líquido cuando sus pies no encontraban un punto de apoyo.

El “Tío Turrón”, tan pronto como alcanzó la orilla más próxima, acercó una rama de chopo, y no sin ciertas dificultades, pudo sacar al cura del río, que no cesaba de lanzar chorros de agua como si de un surtidor se tratara.

“Canelo” no dejaba de sacudir su cuerpecillo hasta liberarse del agua que apelmazaba su pelo, cosa que no sucedió a Don Roque que su empapada sotana le perfilaba su rechoncha silueta.

Transcurridos unos minutos del desenlace de la aparatosa aventura y sosegados los ánimos, se miraron los dos hombres y prorrumpieron a reír

recordando, no sin cierta ironía, el lance del cazador cazado.

Allá a lo lejos aún pudieron divisar el séquito de los paquidermos que se iban adentrado en la enmaraña y compacta espesura de la montaña


- Ea, “Tío Turrón”, dijo Don Roque, - haciendo referencia a la fábula de la zorra y las uvas - estos animales también son hijos de Dios, y tienen derecho a la vida, porque como dice el evangelio ...
- Déjese de sermones, Don Roque, que si los animales son hijos de Dios, el maíz y los girasoles son míos. Y ahora lleguémonos a la masada para hacer un buen fuego, secarse del chapuzón que los animales de Dios le han proporcionado, calentarnos, y después reponer fuerzas con un churrasco y chorizos regados por ese tinto de la última cosecha.


Jesús Chacón

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