martes, 18 de junio de 2019

sábado, 26 de diciembre de 2009

LA CAZA




LA CAZA
La configuración orográfica del entorno es una mezcolanza heterogénea del terreno en el que se entremezclan el monte de bajura, la planicie dedicada a la labranza y regadío, y un complejo montañoso, en unos casos con laderas empinadas y abruptas, y en otros, rocosas e infranqueables.


El monte de bajura se caracteriza por una accidentalidad de escaso y disperso roquedal, abundante cascajal, en cuya superficie más accesible y llana está enclavado el pueblo.

Rodea al enclave la cadena montañosa, algunas de cuyas laderas son encaramadas y cubiertas principalmente por una tupida floresta de pinos; y otras, intrincadas y casi inaccesibles donde las encinas, sabinas, enebros, y, en menor proporción, hayas y robles forman parte de la vegetación.

Unas angostas sendas, mal definidas y de peligroso tránsito, bordean las faldas de las montañas como únicas vías para su travesía. Solo los animales salvajes, moradores habituales de la zona, transitan con rapidez y pericia por el paraje, tales como las raposas, jabalíes, liebres y conejos; y otros, como el ganado lanar, que, a veces, se ve obligado a desplazarse por estos lugares en busca de pastos.

Rodea el término del pueblo una de las hoces del río, cuyo lecho está formado por los terrosos y desiguales accidentes, que presentan las confluencias de las laderas de ambos lados.
Las aguas del río discurren, a veces, tranquilas por entre los ribazos cubiertos de juncos, cañas, carrizos, espadañas y múltiples herbáceas que crecen en las zonas húmedas, con un murmullo suave y monótono, única referencia de la corriente cubierta por la tupida vegetación.

A trechos, corren estruendosas y turbulentas aguas, en especial en épocas de lluvias y crecidas, por la angostura del paso formado por rocas y peñascos desprendidos de las cimas y paredes montañosas que forman una desigual y peligrosa superficie.

Los olmos crecen en las inmediaciones del río y a lo largo de su curso.

Unas rústicas y dispersas masadas se encuentran en diferente estado de utilidad, cuyo uso queda limitado, en unos casos, a situaciones de emergencia; y en otros a estancias más prolongadas requeridas por las tareas de laboreo. Otras, sin embargo, están totalmente abandonadas y en estado evidente de derrumbamiento.
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Los sembrados de los campos reverdecen y granan poco a poco sus frutos.

Tupidos maizales embellecen los plantíos con sus tallos altos, sus hojas lanceoladas y sus mazorcas mostrando los granos áureos del maíz; y los filamentos dorados y marrones, según la sazón, formando penachos, que, como tocados, adornan vanidosos el fruto.

Los girasoles, de tallos también altos, de grandes hojas ovaladas y flores amarillas, contrastan por la disposición de sus semillas y especialmente, por el movimiento giratorio de la planta siguiendo el periplo del sol.
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El “Tío Turrón” ve cómo sus cultivos crecen y florecen gracias a sus cuidados de escarda y riego. Espera una buena cosecha.
Y es por ello, por lo que, cuando otras labores no requieren su atención, engancha la “Molinera” al carro y en compañía de “Canelo”, se dedica a recorrer los sembrados.

La llegada aquel día a los campos, le produjo sorpresa y enojo. Gran cantidad de plantas, especialmente de maíz, se hallaban destrozadas y tronchadas; mazorcas desprendidas de los tallos; las flores de los girasoles partidas y vacías de las simientes. De inmediato dedujo cual pudo ser la causa de tal devastación: los jabalíes.

Era conocida la presencia de estos paquidermos por las montañas de la zona, y de los desperfectos que ocasionalmente originaban, pero en esta circunstancia hacía suponer que la incursión había sido perpetrada por varios ejemplares.

La solución para evitar males de mayor cuantía solo era una: la caza.

De regreso al pueblo fue ideando el plan de actuación, contando, evidentemente, con la colaboración de Don Roque, el cura.

No suponía mal el “Tío Turrón”. Don Roque, aunque de forma esporádica, y siempre que la caza no significara un acto de exclusiva diversión, y, por el contrario, representara un aprovechamiento de la misma y en bien común, siempre estaba a disposición de todo aquel que le solicitara su colaboración. Y no se diga, sobre todo, si el solicitante era su amigo y vecino el “Tío Turrón”.

Entre ambos idearon el plan. Sacaron del arcón las viejas escopetas de pistón, las limpiaron y engrasaron. Prepararon los cartuchos de pólvora y los proyectiles consistentes en bolas de hierro. Los viejos prismáticos de campaña integraron igualmente el equipo.

La batida, a estimación de ambos, debería iniciarse el amanecer, por lo que, de común acuerdo, la partida debía ser el día anterior.

Bien pertrechados de todos los útiles para la operación y medios de subsistencia, parten al atardecer con la “Molinera” enganchada al carro y con “Canelo” como mascota.

La masada está construida fundamentalmente por piedras de las que la zona, en su día, fue una generosa proveedora. A pesar de sus dimensiones, bien dispone de suficiente espacio y comodidad para el uso al que habitualmente se le da.

Desde la masada, y aprovechando todavía la luz del día, se dedicaron a observar con los prismáticos las zonas por donde supuestamente podrían tener las guaridas los jabalíes y la ruta a utilizar para acceder a sus proximidades.

Del camino principal se desvía un sendero escarpado y sinuoso que se adentra en el roquedal hasta el pie del peñasco, probable ruta y refugio de las fieras.

El “Tío Turrón”, conocedor del entorno, de lo accidentado de sus rutas y de las conductas de los animales, planea con meticulosidad los detalles de la incursión: hora de partida, lugar de vado del río, itinerario a seguir y todos los pertrechos imprescindibles para la caza.

Antes de despuntar el alba, el “Tío Turrón”, don Roque y “Canelo”, dando un considerable rodeo, se encumbran por la ladera posterior del monte con el mayor sigilo posible para abordar el peñasco por su acceso posterior.

La escasa visibilidad, lo enmarañado del sendero y la desigualdad del suelo dificultaban considerablemente la ascensión por la montaña, hasta el punto de tener que retroceder en algún momento, desandar lo andado, y buscar un acceso más practicable.

“Canelo” es quien menos dificultades tenía en la ascensión, ya que debido a su talla, conseguía abrirse camino más fácilmente por entre los matorrales, a la vez que servía de guía.

Don Roque era quien más inconvenientes tenía para moverse por tales parajes por las dificultades propias del terreno, el acarreo del bagaje y los enganchones que sufría en la vestidura talar con las ramas de los arbustos y matorrales. Sus manos, poco acostumbradas al contacto con materiales rudos y lesivos, no se asían con firmeza y seguridad a los matojos y ramas de los árboles, lo que le originó algún que otro resbalón y la exclamación de improperios: mecachis, cáspita, diablos, etc., nada censurables por las normas más básicas de educación y por su condición de sacerdote.

Tras los pasos de “Canelo”, seguía Don Roque y cerrando la marcha, el “Tío Turrón”.

No es que Don Roque sea un hombre de gran corpulencia, pero tampoco es que se pueda decir que estaba de mal año, lo que no suponía una cualidad muy idónea para moverse por los andurriales por los que no estaba acostumbrado, y con la escasa visibilidad que había, aunque el día empezaba a aclarar.

Ni la resistencia de las ramas de los pinos más próximos, más bien de escasa envergadura, fueron un asidero resistente para impeler a Don Roque al bancal inmediato, ni la ayuda de las manos del “Tío Turrón” colocadas en sus posaderas, fueron suficientes para evitar que se proyectara hacia atrás, y ambos rodaron, uno sobre otro, por la corta y empinada pendiente.

Había que ver a los dos hombres, uno sobre otro, trabados los brazos y las piernas con los bártulos, dando grotescos tumbos y volteretas hasta parar.

-¡Diablos, “Tío Turrón”, qué resbalón!-, exclamó Don Roque. - A mi me ha parecido que una avalancha de jabalíes se había lanzado sobre nosotros-, dijo el “Tío Turrón”, con efusiva ironía, transcurridos unos instantes del incidente.

-Vamos, Don Roque, déme esas manos y levántese.- No se hizo de rogar el cura. En un abrir y cerrar de ojos se incorporó. Sus manos eran insuficientes para quitarse la cantidad de púas que se habían incrustado en su nalgatorio.

Y desde lo alto del zopetero, “Canelo” observaba estupefacto y atento lo que estaba sucediendo a sus compañeros, a la vez que movía su cola y emitía unos pequeños gruñidos.
Reanudaron la ascensión. Según se aproximaban a las inmediaciones de la guarida de los animales, se movían con cautela y con las armas dispuestas y en silencio, roto tan solo por el chasquido que producían sus pisadas sobre la masa de hojarasca de los pinos y diversos arbustos.

Rodearon la roca, cada cual por un lado, cuya base cóncava está cubierta por matorral y ramajes de otras malezas que forman la guarida y cobijo de los animales.

La fragilidad de los pequeños arbustos que crecían en la pared de la roca de los que se asían, y lo resbaladizo de su superficie fueron la causa de que Don Roque midiera en un par de ocasiones parte de la superficie pétrea, de cuya eventualidad salieron malparados de forma ostensible su vieja sotana, dañada con dos o tres desgarrones, y sus posaderas, dadas las muecas de dolor y los persistentes restregones con los que trataba de aliviar sus partes blandas.

Con cautela y ojo avizor, cada cual, rodeando por un lado la guarida y “Canelo” a su aire, alcanzaron el acceso del refugio de los animales protegido por la enramada del matorral.

La actitud de “Canelo” no hizo presagiar la presencia de los animales en el refugio. En efecto, tras un precavido y cuidadoso reconocimiento de la guarida, pudieron constatar que estaba totalmente vacía. Un rápido vistazo fue suficiente para confirmar que aquel era el refugio habitual de las fieras.

Aparecieron los primeros albores del día y los animales no tardarían en regresar de su habitual excursión para alimentarse.

Era de suponer que la pequeña manada ya habría saciado su hambre en el maizal y en el plantío de girasoles, e iniciarían el regreso vadeando el río por un remanso de reducido calado, en donde saciaría su sed y retozaría en las aguas de la corriente.

Los tres iniciaron la marcha hacia el recodo de la senda en donde esperarían a los animales situados estratégicamente a ambos lados de la misma.

“Canelo” empezó a dar muestras de intranquilidad, con sus orejas erectas, y su rabo en posición de alerta sin parar de moverlo. Se adelantó a los dos hombres en el sendero sin dejar de mirar hacia delante y estirar el cuello en la misma dirección.

Ambos hombres se encaramaron rápidamente sobre unas encinas de escasa alzada tras unos arbustos, a la salida de la revuelta del sendero, y dispusieron a punto las armas para utilizarlas en el momento más idóneo. “Canelo” se veía a cada momento más excitado e intranquilo. El “Tío Turrón” intentaba tranquilizar al animal para evitar que ladrara y alertar así los paquidermos, a la vez que él trataba de serenarse y asir con firmeza su arma. Don Roque, por su parte, buscaba un punto de apoyo para su escopeta y acomodaba su ya maltrecha sotana que se enganchaba con cualquier vástago o tallo de las ramas.

No duró mucho tiempo la espera. A los pocos minutos se empezó a percibir quedamente las pisadas y los gruñidos de los animales.

La comitiva de los paquidermos iba encabezada por uno de los progenitores seguido de una recua de nueve jabatos, cerrando el séquito el otro.

Los fieras, guiados por su instinto, barruntaron la presencia de intrusos, y los cabezas de la piara agruparon a los cachorros en actitud de protección y defensa.

“Canelo”, tan pronto avistó a los animales, se lanzó en incontrolada carrera acosándolos con sus ladridos. Los jabatos, corrían apiñados hacia la madriguera, a la vez que sus ascendientes plantaban cara y arremetían entrambos a su agresor.

Fue sorprendido “Canelo” por la reacción de las bestias tras sus infructuosas embestidas iniciales, y estuvo a punto de ser zarandeado. Sus reflejos y agilidad evitaron ser golpeado, pero ante la reculada de los animales y la exhortación de el “Tío Turrón” y Don Roque, porfió en su hostigamiento.

Los puercos acometieron de nuevo a “Canelo”, que pese a su pericia, no pudo evitar ser revolcado en un par de ocasiones antes de iniciar su retirada.

Los hombres se vieron tan sorprendidos por la rapidez de los hechos, que se sintieron impotentes para reaccionar con prontitud.

Don Roque realizó el primer disparo sobre los animales, más bien como consecuencia del nerviosismo, que por voluntad de hacerlo. El retroceso del arma y lo inesperado de la maniobra, hizo que realizara un movimiento brusco, de tal suerte, que la rama sobre la que estaba apoyado, se resquebrajara y viniera abajo en aparatosa y grotesca caída.

El disparo tan solo produjo una leve herida a uno de los animales adultos, que, no obstante, actuó como acicate contra el agresor, y en desesperado intento para defender a su prole, se lanzó contra el mismo.

Don Roque, ante la actitud de la bestia y olvidando su arma, echó a correr para protegerse de la acometida y se encaramó al arbusto más inmediato que dejaba caer su tronco y parte del ramaje al cauce de la corriente. La pobre y escasa alzada del arbolillo pronto cedió ante el peso de Don Roque y del zarandeo al que le sometió el jabalí; y de nuevo el cura se vino abajo encontrando en la caída la protección del agua que, si bien no le produjo erosiones en su ya magullado cuerpo, en pocos instantes le originó un espasmo que le castañeteaban hasta las orejas.

“Canelo”, acometido por el otro animal, se lanzó en franca huida bancal abajo, así como sus extremidades se lo permitieron, hasta la escarpadura que confluye en el río. Y sin frenarse en su carrera apresurada, espoleado por su perseguidor, saltó a un vacío imprevisto dando con sus restos encima del cura, que se debatía en las más que frescas aguas de la corriente en medio de un estrepitoso chapoteo, sumergiéndolo hasta la coronilla.

El “Tío Turrón”, ante los primeros incidentes, no tuvo tiempo de reaccionar, tan sólo se limitó a observar desde su puesto de observación el amago de hostigamiento de “Canelo” a uno de los animales, y los lances de Don Roque con el otro.

Así como los jabalíes se replegaron, el “Tío Turrón” acudió en ayuda de “Canelo” y de Don Roque que se afanaban denodadamente por librarse de las frías aguas, especialmente el cura envuelto en los harapos del hábito que daba una imagen cómica y grotesca.

Si bien “Canelo” fue capaz de alcanzar a la orilla por sus propios medios, no así Don Roque que tan solo conseguía chapotear el agua en un esfuerzo por mantener la cabeza fuera del líquido cuando sus pies no encontraban un punto de apoyo.

El “Tío Turrón”, tan pronto como alcanzó la orilla más próxima, acercó una rama de chopo, y no sin ciertas dificultades, pudo sacar al cura del río, que no cesaba de lanzar chorros de agua como si de un surtidor se tratara.

“Canelo” no dejaba de sacudir su cuerpecillo hasta liberarse del agua que apelmazaba su pelo, cosa que no sucedió a Don Roque que su empapada sotana le perfilaba su rechoncha silueta.

Transcurridos unos minutos del desenlace de la aparatosa aventura y sosegados los ánimos, se miraron los dos hombres y prorrumpieron a reír

recordando, no sin cierta ironía, el lance del cazador cazado.

Allá a lo lejos aún pudieron divisar el séquito de los paquidermos que se iban adentrado en la enmaraña y compacta espesura de la montaña


- Ea, “Tío Turrón”, dijo Don Roque, - haciendo referencia a la fábula de la zorra y las uvas - estos animales también son hijos de Dios, y tienen derecho a la vida, porque como dice el evangelio ...
- Déjese de sermones, Don Roque, que si los animales son hijos de Dios, el maíz y los girasoles son míos. Y ahora lleguémonos a la masada para hacer un buen fuego, secarse del chapuzón que los animales de Dios le han proporcionado, calentarnos, y después reponer fuerzas con un churrasco y chorizos regados por ese tinto de la última cosecha.


Jesús Chacón

martes, 22 de diciembre de 2009

LA TORMENTA




LA TORMENTA
Aproveché las horas más oportunas, por razones climáticas y de apetencia, porqué no decirlo, para hacer algo de ejercicio y las empleé en la tala y limpieza de hierbajos que cubrían la senda desde el acceso de la entrada principal.
En el fondo del porche decidí tomarme un corto descanso tras el esfuerzo que supuso el ejercicio, más bien debido a la falta de costumbre que por la dificultad del mismo.
Tomé asiento en el viejo sillón de madera, deslucido y marcado por la carcoma. Sobre el asiento del sillón un cojín de lana apelmazado por el uso.
El viejo sillón es uno de esos enseres que se resiste uno a tirar o arrinconar definitivamente por el apego o cariño que se les coge, por todo lo que ha supuesto en nuestra vida de asueto; y cuando se deterioran y son reemplazados por otros más al uso, se les posterga a otros lugares para que acaben sus días con un poco de paz.
Tomé un trago de agua y encendí un cigarrillo. Dejé descansar mis neuronas y me dediqué a observar el paisaje enmarcado por las paredes, el techo y el suelo del cobertizo, al tiempo que no cesaba de oír el ric-ric del veterano sillón, según me balanceaba.


Voluptuosamente fui consumiendo el cigarrillo dejando escapar volutas de humo que se alejaban diluyéndose en el aire, hecho que me ayudó a relajarme, si cabe, más.
Mi mirada fue recorriendo, al tiempo, todo el entorno del porche: los utensilios, la leña amontonada, algún tanto anárquicos, el fogón, la chimenea, las telarañas de las paredes, Esto me sirvió para organizarme y buscar un tiempo para ordenar y limpiar el cobertizo.



A continuación centré mi mirada al frente, en un plano inferior al de la casa. A un centenar de metros, una hilada de chopos dibujaba la sinuosa y recóndita corriente de agua.
En pleno proceso de renovación, las otrora desnudas ramas de los chopos, se van cubriendo de renuevos verdes y marrones. Alguna que otra masada se encuentra dispersa en proceso de derrumbamiento y deterioro marcados por el hundimiento del tejado y el cascarillado de sus paredes.
Al otro lado del riachuelo, las laderas de las montañas están cubiertas por las copas de los pinos y floresta de bajura. Más a lo lejos, otra cadena montañosa deja a la vista la desnudez de sus paredes verticales y groseras.

Si bien el ambiente estaba atemperado por los tibios rayos de sol, las previsiones climáticas no auguraban estabilidad, y unas nubes grises, cada vez más espesas, y un viento fresco y ligero en un principio y algo más intenso después, irrumpieron en el entorno, oscurecieron el paraje y refrescaron las inmediaciones los rincones de la estancia.
A lo lejos se advertía un murmullo de forma esporádica. Después se fue haciendo más intenso y próximo, hasta situarse sobre el entorno del pequeño valle. De vez en cuando un fulgor precede al estruendo y hasta incluso, a veces, casi se superpone, señal inequívoca de su proximidad.
El cielo tomó un tinte plomizo. Un murmullo inquietante, cada vez más ensordecedor, se dejaba sentir en el enclave.

Sobre el tejado de uralita impactan los primeros goterones, precursores de la tormenta que se avecina; gradualmente van arreciando, acompañados por un rumor por momentos más intenso. El murmullo se torna inquietante.
El golpeteo sobre la uralita, se hace progresivamente más fuerte e intenso. Los goterones de agua cada vez son más intensos y dejan paso a una infinidad de minúsculos gránulos de granizo que paulatinamente aumentan de tamaño hasta alcanzar el tamaño de una nuez y que amenazan con perforar el techo.
Por los canales del tejado se desliza el granizo, como salido de una manguera, y empieza a cubrir el suelo formando un manto granuloso blanco-transparente.
El paisaje, visto al frente, queda limitado por una espesa cortina de granizo y que, al poco, fue sustituido por agua. Al ruido ensordecedor del agua y pedrisco, se le incrementó el estruendo súbito y violento de los truenos, chispas y centellas que, a cada instante, se sucedían con más intensidad.
Los fenómenos meteorológicos se suceden sin tregua ni cuartel, y, en esos momentos, parece como que todo fuera a saltar por los aires. Un fulgor intenso y cegador simultaneado con un trueno brusco y de extrema violencia estalló sobre el montículo junto a la masada, y sus efectos me desplazaron hacia atrás en el sillón. Quedé deslumbrado, aturdido y atemorizado por unos pocos minutos.
El pino sobre el que cayó el rayo quedó desgajado y prendió fuego y carbonizó hasta las entrañas. La intensa lluvia neutralizó las llamas e impidió prendiera con violencia los arbustos y matorrales próximos, evitando males mayores.
Sobrecogido, permanecí inmóvil por efectos del shock. Cuando puede reaccionar, abandoné el porche y me recluí en el recinto más recóndito de la masada en busca de mayor protección hasta que la intensidad de la tormenta decreciera.
Fue cesando el aparato eléctrico y se desplaza gradualmente hacia la cadena montañosa con toda la crudeza, pero la lluvia caía con saña rasgando pequeñas ramas de los árboles y arbustos revistiendo, con el detritus, el callejón y el carril que da acceso a la masería.
La luminosidad de los relámpagos seguía dibujando el contorno de las montañas.
El agua se recolectaba por la ladera del montículo y sobrepasaba el cauce de los canales naturales, arrastrando consigo restos de astillas, palos, guijarros y tierras que abocaban a la zanja y obstruían el drenaje hacia las acequias artificiales. Y el agua, acumulada y sin control, bajaba por todo el camino arrastrando consigo todo tipo de material que se encontraba a su paso.
Gran parte de las plantas y sembrados fueron aplastados por el implacable y destructor efecto de la lluvia y el granizo.
Seguía lloviendo con fuerza. Las perspectivas no predecían que el temporal fuera a remitir. El cielo cerrado, borrascoso y oscuro no dejaba de vaciar el contenido líquido de sus nubes, y no parecía dispuesto a hacerlo.
Me fui a la cama. Dejé la ventana abierta a la luz, con el cristalero cerrado. Me dejé mimar con las mantas de lana. Los relámpagos iluminaban por un brevísimo tiempo el valle y todo el entorno. El chispeo de la lluvia sobre los charcos y las paredes, y el retumbo ya distante de los truenos, tras un importante lapso de tiempo, me sumieron en un profundo sopor.

El claror de la alborada y, ya seguidamente, el tímido calor de los primeros rayos solares, me hicieron tomar conciencia de un nuevo día.
Dejé transcurrir un tiempo. Me vestí y bajé al porche. La tierra estaba saturada del agua caída, y los charcos se mantenían con bastante agua; el pavimento cubierto de guijarros y tierra, y la acera del porche salpicado de hojas y ramas.
Los rayos de sol iluminaban el valle, el cielo límpido y diáfano se acicalaba de un azul resplandeciente. La tormenta se había desplazado hacia otras tierras y a su paso dejó pruebas, más que suficientes, de su paso por el valle, pero al mismo tiempo, también depositó el elemento vivificador de una nueva fase en la evolución de la naturaleza.


Jesús Chacón Bautista

RUMBO AL DESIERTO DE LAS PALMAS



A menudo recuerdo con bastante claridad, y sobre todo con mucha nostalgia, una de las épocas de mi vida, - pese a la distancia en los tiempos,- que con frecuencia giran y giran en mi mente, y que de forma especial marcaron mi vida.
En el periplo de mi existencia ha habido una multitud de hechos y circunstancias que configuran capítulos de la misma, pero ninguno como aquellos que se produjeron en mi segunda infancia y adolescencia.

El último curso se está acabando. Este curso es, especialmente para todos nosotros, - los del último curso, y de un modo muy particular para mí-, muy señalado. Durante el mismo, no solo se completaba un ciclo a nivel intelectual, si no que supuso un periodo de gran transcendencia, de reflexión y de preparación psicológica, y espiritual para la nueva etapa, que íbamos a comenzar.
La ilusión que durante unos años fue en aumento, poco a poco, al fin, se iba a hacer realidad.
Antonio López, Francisco Javier Aguilar, Miguel Galindo, Francisco Ramiro y Jesús Chacón, el que escribe.

Todos nosotros estábamos preparados para afrontar una nueva vida y nuevos deseos para dar un paso transcendental a nuestra existencia, que iba a cambiar de una forma radical nuestro futuro como personas, y por la repercusión que tendría en nuestro devenir en la vida.
Finalizamos el curso sumidos y centrados en los estudios pedagógicos previos, y en el nuevo paso que íbamos dar.
Parecía como si todo lo que acaecía a nuestro alrededor, hasta los momentos presentes, consustancial a nuestra existencia, pasara de un modo radical a ocupar un segundo término.
Era como si una nube misteriosa nos envolviera, abstrajera del presente y nos sumiera en nuestra intimidad para la reflexión y consideración, ante la transcendencia de los eventos que se nos avecinaban.

Todas las circunstancias y momentos cotidianos adquirían una especial importancia y relevancia: desde el despertarnos con el golpeo de “palmas” para los actos de piedad, las clases, los recreos, etc., etc., hasta las últimas actividades del día.

A medida que avanzaba el tiempo, hacia final del curso, me inhibía de los actos y situaciones banales e intranscendentes y me centraba en los estudios y en las nuevas perspectivas, ya muy inminentes, que me aguardaban.
La tensión, tras los exámenes, fue decreciendo y otras inquietudes ocuparon los ánimos de los alumnos.
Después de la fiesta de nuestra patrona, y a excepción del último curso, escalonadamente – como era costumbre- y según el destino, el resto de los estudiantes tomó rumbo hacia el domicilio de procedencia para disfrutar de sus vacaciones.

Nosotros también partiríamos, pero hacia un destino ignorado – no por su ubicación, si no por las vivencias que nos aguardaban-, esperado y deseado para el que nos habíamos estado preparando desde hacía varios años.
En el día y a la hora señalada, el vehículo nos recogió con nuestro escueto y sencillo bagaje y tomó rumbo hacia el lugar de destino.


Los cinco compañeros intercambiamos miradas de satisfacción, de complicidad, de alegría interior contenida, de ansiedad y de mesurada seriedad; con la incógnita de lo que estaba por llegar, pero con la ilusión de que así fuera.
En el trayecto, recuerdo, fuimos parcos en palabras. Nos dedicamos a observar el paisaje por las ventanillas del vehículo. Pocas palabras intercambiamos. Acaso, la razón de tal sobriedad fuera la intensa emoción y satisfacción.

Una sinuosa y angosta carretera penetra en la accidentada orografía y se encumbra zigzagueante por las laderas de las montañas. De trecho en trecho, y a ambos lados de la calzada, una floresta de pinos y otros ejemplares de la vegetación mediterránea la custodia hasta la contigüidad del monasterio.

A lo largo del recorrido, la calzada queda cubierta, a tramos, por un túnel vegetal formado por las copas de los pinos, de uno y otro lado, que difícilmente es atravesado por los rayos solares.
Atrás dejamos la enorme explanada; un gran conglomerado de edificios, constituye y da nombre a la ciudad “de La Plana”. Más hacia la lejanía, una línea bien definida por la enorme masa azul-verdosa de las aguas, da forma a la costa que delimita las fronteras entre la tierra y el mar.
Esquivando, una tras otra, varias montañas, al fin, accedimos a las inmediaciones del Convento. Sobre un pedestal de forja hay una inscripción: “Desierto de las Palmas”. “Monasterio”.
Desde la cima del último repecho, se vislumbra de forma panorámica tanto la estructura del Monasterio como los espacios y construcciones adyacentes. Todo el conjunto está enclavado en las laderas de las montañas y cercado por un muro.
Todo el entorno irradiaba paz, silencio y recogimiento. Este iba a ser la residencia durante un periodo denominado Noviciado, durante el que seríamos instruidos, formados e iniciados en la regla del Carmelo Descalzo.
Como fondo, y tras de sí, al oeste, el monte Bartolo; al norte, las Agujas de Santa Águeda; y al este, la vaguada con los vestigios del primitivo convento, que converge, en la llanura, con una de las poblaciones más significativas “de La Plana” y las polícromas aguas del Mediterráneo. Aquel vergel, en pleno silencio y soledad, iba a ser nuestra apacible reclusión durante un tiempo durante nuestra formación.
Un camino serpenteado de tierra da acceso a las inmediaciones del Monasterio.

Unas pequeñas capillas, formadas en las oquedades del muro, que representan las diferentes estaciones del Vía-Crucis ilustradas en soporte de caolín, guían hasta la entrada principal del Monasterio.
Dos filas de cipreses, símbolos de espiritualidad, a ambos lados de la calzada que conduce a la portería del convento, elevan sus afiladas copas, como preces, al cielo.
En las paredes de la portería hay unas inscripciones y dibujos, impresos en unas baldosas, alusivas a las “Moradas” y a la “Subida al Monte Carmelo”, obras de los insignes reformadores de la Orden.
La campanilla de la portería tintinea y alerta al hermano portero. Unos momentos de espera. Expectantes los cinco observamos las paredes, el decorado, gravados e ilustraciones de la portería a la espera de que la puerta se abriera.
Unos pasos sigilosos, arrastrados - sumidos en la apacible paz y recogimiento - y ruidos de llaves se acercaban al otro lado de la puerta. Se abre la puerta. Un fraile, el hermano Alberto, nos franqueó la entrada y nos dio la bienvenida, con una mueca, que pretendía ser una leve sonrisa, y un “Ave María purísima” al que los cinco respondimos “Sin pecado concebida”.
Le seguimos, a indicación suya, al locutorio y esperamos al maestro de novicios, el padre Reinaldo, que así se llamaba.
Nos llenó de sorpresa y curiosidad la persona del hermano Alberto. Era mas bien bajo, delgado, pelo ralo y canoso; entrado en años, con gafas grandes, de cristales de fondo de vaso y probablemente tan solo algunas quintas, no muchas, más joven que él, que se sostenían sobre un apéndice nasal bien anclado. Sus andares denotaban degeneración ósea más que importante de sus extremidades y caderas.

La espera nos permitió contemplar la colección de figuras zurbaranescas pintadas de los santos padres de la Iglesia y del Carmelo hasta que hizo su entrada en el locutorio el Padre Reinaldo, maestro de novicios, nuestro educador y formador.
Nos recibió con manifiesta alegría y nos ofreció el escapulario del hábito para que lo besáramos, a la vez que nos prodigó un afectuoso abrazo, a uno tras otro. Nos dijo su nombre y su cargo frente a nuestra formación e iniciación en nuestra vida religiosa. Correspondimos nosotros diciéndole nuestro nombre y apellidos, tras lo cual nos indicó, con cierta benevolencia y comprensión, que ésta era la última vez que utilizaríamos nuestro nombre y apellidos para adoptar otros, que en la nueva vida, voluntariamente aceptábamos. Era la primera señal de toda renuncia al mundo en una nueva etapa.

Le seguimos ensimismados, a través de los claustros del monasterio, hasta las dependencias del noviciado. Y a partir de aquí empezaba nuestra nueva etapa en la ansiada aventura de la vida religiosa.






Jesús Chacón Bautista

EL ENTIERRO





Tal vez, sea esta una de las anécdotas que más vivamente quedó gravada en mi memoria y mayor impacto me produjo. Al momento de la misma, a penas si había salido ya de mi primera infancia.
Taam .., taam.., taam.., taam.., taam...
Es el sonido metálico, profundo y grave de la campana más antigua del campanario. Un toque lento, rítmico y cadencioso se repite, una tras otra vez, durante unos largos minutos.
Por todos los vecinos es conocido ese tañido parsimonioso y vespertino. Hasta es conocido por la chiquillería del pueblo, que ignorante de la profundidad del drama, juega, retoza y grita a la salida de la escuela.

Desde mi más tierna infancia empecé a conocer el significado de este singular repiqueteo. Sentía miedo sin llegar a conocer por completo el significado de estos sones, pero me paralizaban mi frágil cuerpo de infante al igual que a los otros chicos de mi edad.



Mis compañeros y yo cesamos en nuestras actividades lúdicas cuando nos percatamos de la presencia de la reducida y peculiar comitiva.
Un monaguillo la encabezaba portando con sus manos un báculo en cuya parte superior culminaba con un crucifijo.

Tras el monaguillo, el cura del pueblo, y, a ambos lados, dos monaguillos más, uno de ellos portando la vasija con el agua bendita y el hisopo, y el otro, el oracional que se requería para el acto.
Los monaguillos vestían unas cortas y deslustradas sotanillas, de color rojo desteñido, ceñidas con un fajín de color crudo, que en su tiempo fue blanco, y esclavina del mismo color; el cura portaba, sobre el alba, la capa pluvial de color negro de difuntos, festoneada con ribetes amarillos, que mantenía asidos con ambas manos.

El semblante de los monaguillos, más que cariacon-tecido por la gravedad de la ocasión, parecía producido por el fastidio de no disfrutar de los juegos como los demás chicos. El cura, parecía musitar (ya próximo al domicilio del fallecido) unas oraciones por el descanso eterno del finado.
Nos mantuvimos a distancia hasta que fuimos superados por el reducido cortejo, y una vez rebasados, nos sumamos al mismo, a unos pocos pasos de distancia.
Al girar la primera esquina casi nos damos de bruces con la gente que entraba y salía del domicilio del muerto. A la entrada del cura a la vivienda, los hombres se quitaban la boina o la gorra de la cabeza, y tanto éstos como las mujeres, cubiertas la cabezas con un pañuelo negro, se santiguaban y permanecían en riguroso silencio.
Contenidos gemidos y suspiros, en unos casos, y llantos más incontrolados, en otros, por los familiares más próximos, a la entrada del cura a la habitación, se producían para ir decreciendo poco a poco en intensidad.
Algo más rezagados, nos adentramos con sigilo, y no sin cierto temor, en el hogar del difunto, así que la entrada y salida de la gente nos lo permitía.
Algunos mayores nos miraban con gesto serio y adusto con cierto aire de desaprobación por nuestra presencia, a la vez, que con gestos de las manos nos indicaban que nos retiráramos y saliéramos del recinto. Nuestra curiosidad era mayor que la consideración hacia las personas mayores, y, poco a poco, nos fuimos introduciendo en la casa y fisgoneamos, así que que introducíamos la cabeza entre los huecos que nos dejaban.
No recordamos haber visto ningún entierro, ni teníamos conciencia de haber visto a un muerto. Tan sólo sabíamos lo que otras personas mayores nos habían contando.

Apoyada sobre una de las paredes estaba la tapa oscura y tétrica del ataúd. Nos apegamos instintivamente unos a otros sobrecogidos por el temor que nos producía la presencia de dicho elemento, y arrimados a la pared seguimos al cura y a los monaguillos.
El ataúd sobre el túmulo, aunque descubierto, y el estorbo de la gente, tan apenas permitía ver la cara del muerto.
Los candelabros con las velas llameantes en las esquinas del féretro y el crucifijo a la cabecera, el atibo-rramiento de la gente y el olor de la cera quemada crearon un entorno que nunca olvidaríamos.
La piel cérea de la cara, los labios pálidos, las cuencas de los ojos más profundas y oscuras, las mejillas retraídas que remarcaban las mandíbulas y los pómulos, la nariz afilada, los ojos vidriosos y ligeramente entreabiertos en aparente situación expectante como si se resistieran a cerrarse definitivamente a la vida.

Una inquietud interior y un misterioso desasosiego nos invadieron y provocaron un arrinconamiento de unos contra otros.
El cura finalizó los responsos, y los familiares más próximos, poco menos que se agolparon al féretro para echar la última mirada de despedida a su exánime familiar.
Unos vecinos y parientes cubrieron el ataúd con la tapa y fijaron la misma con los cerrojillos y aldabilla. El golpeo y ajuste de los dispositivos y artefactos de cierre fueron el punto de partida de sollozos y gritos desmandados de los parientes más allegados.
Como conejillos asustados, nos escabullimos como pudimos por entre la gente, no sin recibir, además de reproches, algún que otro pellizco de la gente con la que tropezamos y fastidiamos en nuestra atolondrada escapada.
La estructura del domicilio provocó el zarandeo del féretro y un leve y sordo golpeteo del cadáver en el interior del mismo.
El féretro se acomodó en el carro, que como era costumbre, se utilizaba como medio de transporte, hasta en cementerio.

La chiquillería nos apostamos en las inmediaciones del callejón, y tan pronto como nos rebasó los acompañantes, salimos detrás.

Iniciaba la comitiva el monaguillo con el crucifijo. El alguacil, con los ramales del asno en la mano, llevaba al carro por las superficies menos accidentadas para evitar zarandear el féretro.
Tras el carro funerario, el cura secundado por los otros dos monaguillos, los familiares y acompañantes en apenado silencio, a veces seguido de susurrantes oraciones en favor del difunto.
En la entrada del cementerio se bajó el féretro del carro y fue transportado por allegados y vecinos a la fosa.
El cura recitó las últimas oraciones, y con el aspersorio roció con agua bendita el ataúd. Fue depositado el féretro en el fondo de la fosa por medio de sogas.
Echó la primera palada de tierra y a continuación los familiares y amigos le imitaron con otra simbólica. El ruido de la tierra al chocar con el ataúd produjo un golpeteo que se gravó en mi cerebro y un cierto pavor me dominó como si fuera yo el muerto; y una sensación de agobio me invadió que difícilmente podré apartar de mi mente. Hasta el regreso al pueblo esas sensaciones me obsesionaron y machacaron el cerebro.

El sepulturero procedió a cubrir el ataúd totalmente. Sobre el pequeño caballón de tierra depositaron los ramos de flores y clavaron una cruz.
Los acompañantes se fueron retirando. Los familiares, entre sollozos, musitaron las últimas oraciones.

La chiquillería, a instancias de los mayores, desalojamos el camposanto.
El enterrador, tras asegurarse que todo el personal abandonó el recinto, cerró las puertas con estrepitoso y luctuoso ruido de la cerradura.

Regresamos con la comitiva al pueblo. Poco a poco, según llegamos, volvimos a nuestros respectivos hogares, cabizbajos, olvidando nuestros juegos, con la tensión de los momentos vividos y con la incomprensión y confusión que a nuestra corta edad nos produjo la experiencia vivida.



Jesús Chacón Bautista